♦ «ANDANZAS» EN EL NOROESTE ARGENTINO
♦ Este texto, enviado especialmente por Martín Rodolfo de la Peña a Noroeste Salvaje, nos habla de un viaje efectuado en 1977 al maravilloso Valle Encantado, en la provincia de Salta. Aparecen en este relato verídico, publicado originalmente en su libro “Andanzas de un naturalista” (1980) Gunnar Höy y Francisco Contino, dos grandes ornitólogos que durante décadas trabajaron en esta parte de nuestro norte argentino estudiando la vida de las aves.
♦ Por Martín R. de la Peña
♦ 11 – 02 – 2017

♦ Cada lugar de nuestro país, por supuesto, tiene sus bellezas particulares; entre ellas se cuentan los pájaros, distintos según se trate del norte o del sur, entre montañas o en playas marinas, en climas fríos o cálidos.
El noroeste argentino, con sus características elevaciones, es también pródigo en lo que hace a cantidad, variedad y belleza de las aves, y así resultó exitosa una excursión ornitológica de la que participé en 1977. Había sido invitado a ella desde Salta por Gunnar Höy, que cumplía funciones en el Museo de Ciencias Naturales de esa ciudad. Don Gunnar, a pesar de su edad, lucía una gran fortaleza física, y gentil y amable, demostró sus amplios conocimientos sobre aves cada vez que se lo solicitamos.

Fui acompañado, además, por Horacio Lazzarini, siempre interesado en este tipo de aventuras. Llegados a Salta y antes de iniciar la excursión, visitamos a Francisco Contino, excelente dibujante de aves y destacado técnico en filmaciones. Resultó muy interesante estar con él, ya que nos expuso sus distintas técnicas para filmar la vida de las aves.
La excursión comentada comenzó por la Quebrada de Escoipe, bordeando un río que daba origen a lugares magníficos, enmarcados por montañas cubiertas de vegetación.

En una advertimos la presencia de una “viudita de río”, que, con su característica banda blanca en el ala, se desplaza de piedra en piedra; lo hacía siempre cerca del agua, dando la impresión de andar rondando su nido, que adosa a las paredes rocosas.
El curso de agua era cruzado una y otra vez por puentes que, por lo menos desde lejos, parecían hechos para el paso de trenes y no para el de automóviles.
Llegó la hora del almuerzo y vacilamos para elegir el lugar. Había muchísimos indicados y, finalmente, optamos por la sombra que nos brindaba una gruta en la montaña, cerca de una pequeña cascada.

Entre bocado y bocado se entabló una interesante conversación, que suspendimos ante la presencia de una “remolinera castaña”. Se trata de un ave muy parecida a un casero, a la que vimos buscar vivamente insectos en las orillas de un charco. Los tres permanecimos inmóviles y en silencio hasta que el pajarito se acercó tanto que casi podíamos tocarlo con las manos.
En el mismo momento se acercó un “picaflor de cola larga”, haciéndonos oír el zumbido característico que producen sus alas, tan pequeñas como hermosas.
Las aves de aquella región deben haber visto pocas veces al hombre, ignorando totalmente la ¡existencia de rifles, gomeras, jaulas y pega-pega! Por eso, y como no somos enemigos naturales de ellos -aunque algunos lo parecen- nos consideraron seguramente como simples integrantes del paisaje y por eso siguieron con sus costumbres naturales, sin temores ni recelos. No los defraudamos; ni siquiera nos movimos. Para nuestro solaz, se agregaron otros visitantes de la cascada y del charco, y a todos arrimábamos miguitas de pan y restos de comida.
Otra vez en marcha, el ascenso se hizo dificultoso por el esfuerzo a que obligábamos al rodado. El motor recalentaba y debimos parar frecuentemente, en pausas que aprovechábamos para contemplar a los dueños de aquellos lugares. Un “picaflor gigante” pasó orgullosamente a un costado y se dejó admirar como para que apreciáramos su tamaño e hiciéramos comparaciones con sus pequeños y veloces hermanos.
Seguimos subiendo, alertas al apunamiento, y por el serpenteante camino que nos llevaba por la Cuesta del Obispo nos aproximamos a los 3.600 metros de altura. Miramos hacia abajo y, una vez superada la impresión de vértigo, apreciamos la imponente belleza de aquellos agrestes lugares. Estábamos tan alto que nuestra vista apenas divisaba el comienzo de la cuesta y el camino que habíamos recorrido se perdía en sus incontables y caprichosas vueltas.

Algunos metros más adelante tuvimos que tomar un desvío para bajar al Valle Encantado. Bastan allí unos minutos para apreciar lo justo del nombre; por momentos, nos sentimos dueños de todas sus bellezas, y por otros, intrusos en un paraíso donde el silencio sólo admitía el trino de los pájaros.
Todo hace pensar, en ese paraje, que Dios reina muy cerca y lo cuida celosamente luego de haberle dado vida.

Las montañas aportan lo suyo, pues muchas, curiosamente erosionadas, habían cobrado raras formas, separadas por estrechos pasajes y con el piso cubierto por un prolijo tapiz de corto pasto.
Por momentos nos asombrábamos del número de pájaros que surgían delante nuestro, como si quisieran darnos la bienvenida. Unos cantaban con todas sus fuerzas, otros llamaban por su hermosura. Nuestra capacidad de asombro no se colmaba, porque a cada paso aparecía otra nueva belleza, otro matiz de color o de sonido.
Íbamos de sorpresa en sorpresa. Horacio me llamó para señalar un nido ubicado detrás de helechos que colgaban de una roca. Sabíamos lo que debíamos hacer: nos escondimos para esperar la llegada de los dueños y establecer fehacientemente a quién pertenecía. No pasó mucho tiempo y un picaflor de cola larga ocupó su puesto para la incubación. Sus dos huevitos blancos, como perlas, puestos en algodonoso receptáculo apenas se veían.
Tras nuestro examen, nos retiramos cuando dos «chinchillones» llamaron nuestra atención. Son animales muy parecidos a las chinchillas, aunque con mayor tamaño, lo que explica su nombre; tienen en las patas unas formaciones especiales que les permiten caminar con facilidad por las piedras, saltando y corriendo, sin peligro de caerse.
En el otro lado del valle, en una pequeña planta cubierta de flores rojas, vimos después libando, un picaflor puneño, collar verde oscuro y pico ligeramente curvo. Era el “picaflor serrano”, habitante de aquellas alturas.
Nos faltaba encontrar su nido y el hallazgo lo hizo Don Günnar. Estaba suspendido del techo de una estrecha gruta, a considerable altura en la empinada montaña en la que estábamos.
Desfilaron ante nuestra vista el “carpintero de las piedras”, que buscaba hormigas en el suelo, y la “palomita de ojos desnudos” llamada así por tener a estos órganos rodeados de amarillo; notamos que al volar hace un ruido fuerte con las alas, similar al de las perdices.
También aparecieron el “yal negro” y el “yal plomizo” y después, para postre o premio de nuestras observaciones, como nota majestuosa en el firmamento, el “cóndor” o “rey de los Andes”, quien de alguna manera, nos pareció que presidía aquella asamblea de pájaros.

Muchas veces deseamos fervientemente saber escalar montañas porque en tal caso nuestro viaje, ampliamente positivo, podría haber resultado más fructífero todavía por la cantidad de aves que habitan en las alturas y que en grietas o huecos construyen sus nidos. Llegamos hasta algunos, pero nuestra falta de experiencia -y a veces miedo- nos obligó a desistir de muchos intentos.
Las horas corrieron velozmente. Algo superior nos mantenía en el Valle Encantado y nos obligaba a continuar con nuestras observaciones. El lugar transmitía tranquilidad, paz, sosiego. No pensábamos en el cansancio físico para no perder tiempo en pausa alguna; queríamos adueñarnos mentalmente de todo lo que veíamos, grabarnos para siempre la imagen de aquella soberbia belleza.
Sólo cuando fue ineludible, reemprendimos el camino. Lo hicimos con tristeza, prometiéndonos retornar una y otra vez para compartir con las aves aquellos lugares de ensueño.
Al pasar por Cachipampa, a medida que avanzábamos, la vegetación se hacía de tamaño menor. Por la ondulada meseta transitamos la recta Tim-Tim de varios kilómetros de extensión, flanqueada de grandes y sólidos cardones que dan la impresión de ser soldados en vigilante actitud.
La aridez de aquella zona hacía que el número de aves disminuyera paulatinamente, sobre todo teniendo en cuenta que momentos antes habíamos pasado horas en un verdadero paraíso alado.
Cachi, pintoresca localidad situada a orillas del Río Calchaquí y desde donde se divisan los nevados del mismo nombre, fue el punto final de aquella jornada inolvidable.